lunes, 5 de abril de 2010

Lo teatral, lo escénico y lo performático en las prácticas sociales: ¿Cómo voy yo ahí?

Patrimonio. Identidad. Arte. Movimiento. Ciudad. Desde Río de Janeiro hasta San Francisco, perdiéndome en los bares de transformistas de la Primero de Mayo, yo, el amateur, el observador, viajo al encuentro de la transversalidad, del rebasar las fronteras. Sí. Soy yo de quien hablan los conferencistas cuando se refieren al nuevo ciudadano, al que se cuestiona su ciudad y experimenta con su presencia. Las experiencias de estos hombres y mujeres, en interacción con sus localidades, barrios, municipios y grandes ciudades, me pone, nos pone, en el ojo del huracán: un huracán que transgrede esos espacios y límites que han bordeado a aquello llamado arte. Soy yo quien se hunde en un eterno vals en la ciudad, entre graffitis, carnavales y manifestaciones. Soy un city user.

Todas las tardes, con cierta religiosidad, camino de mi casa hasta el gimnasio. Me he hecho aficionado no sólo al ejercicio en el gym sino al que realizo con cada caminata: algo más que físico, mental. Me voy fijando en cada una de las personas que se me atraviesan, las que me miran, las que no, las que parecen ocupadas, las que hablan por celular, alguno que otro emo y en todo lo que alcanzo a enfocar, en realidad. Este ejercicio me mantiene avispa y me ayuda a monitorear mis alrededores. A paso rápido voy, sin parar, como en un vals, pienso. Reconozco que en este mi andar, en el de todos, hay algo que construye y destruye, que transmite y habilita, puentes, terrenos.

Y a esto llego cuando cito a Felipe García: ‘La ciudad requiere de otras formas de ser’ y esas otras formas pueden estar representadas en el poder percibirla de manera distinta, alcanzarla, dimensionarla e incluso andarla a un ritmo distinto. La percepción de García, viendo a la ciudad como un circo, nos sitúa en la Bogotá de Mockus, con un hambre cultural sin precedentes y cargada como un cañón de la no-violencia. Ya sea caminando por encima de la cebra o andando en bicicleta por la cicloruta, el latigazo de la cultura ciudadana me golpeó, nos golpeó, con fuerza: cambió para siempre la interrelación bogotana y reedificó el lenguaje urbano. De estas transformaciones no sólo soy, somos, testigos. Más que eso: somos artífices.

La Primero de Mayo, donde todos los fines de semana la rumba toma otra cara, es uno de los infinitos puntos latentes de transformación y reflexión del arte. Donde me pongo el vestido de luces para interpretar a Paloma San Basilio y salir volando hacia las estrellas: aquí también se ritualiza el transformismo, se mastica y se digiere, cual alpiste, y se le regala al público una tercera canción de despecho. ‘No es sólo lo estético, sino lo interior’, dice Charlotte Callejas, A.K.A. Carlos, transformista por gusto, refiriéndose al cambio que sufre su apariencia y su mente al prepararse para un show. Aunque bien podría estar hablando de cualquier otra performancia. Alguna vez alguien me habló sobre un emblemático sitio de rumba gay, llamado Calles de San Francisco. De sexo en vivo y ‘verdaderos shows transformistas’; me hablaban mis amigos mayores, de una rumba anónima, por allá a inicios de los noventa, cuando el trasvestismo, era –¿o es?- un tema no muy discutido. Sin embargo Hunza Vargas pone los tacones sobre la mesa, zapateando fuertemente sobre la psicología de los infames y misteriosos personajes conocidos como transformistas y tocando su andrógino cuerpo cubierto de lentejuelas. Yo también he tenido ese postizo pestañeo: ceñido sobre mis párpados, matizando, amenizando, coqueteando y cautivando, y he sentido, además, las miradas escudriñadoras, curiosas, de reproche, del que no quiere entender.

Desde Calles de San Francisco hasta… ¿las calles de San Francisco? En las calles de San Francisco, California, se respira un ambiente de innovación y transgresión que Angela Mattox quiere capturar. El Yerbabuena Center for the Arts, lugar donde trabaja esta mujer, se ha convertido en el promotor de un ambiente revolucionario que busca romper las barreras entre las disciplinas y apoyar nuevas formas de arte. La experimentación, la innovación y los nuevos formatos son el plato favorito del Yerbabuena: instalaciones que cuentan con salas de proyección y galerías esperan impacientes a artistas, tanto locales como foráneos, con miradas alternativas.

Andando por Chapinero un hombre se me acerca y con acento campesino me empieza a contar su historia. Que es desplazado. Que está con su familia en las calles. Que no tienen qué comer. No le digo nada y afanado saco la primera moneda que se me atraviesa en el bolsillo. No me detengo a pensarlo. No me interesa saber más. Para Eloisa Jaramillo, no obstante, este personaje no es anónimo. Su trabajo en investigación performativa la ha hecho detenerse, precisamente, en el andar de habitantes de la calle. ‘En los lugares reales también se construye ficción’, nos cuenta y explica como situaciones de orden social, económico y político han generado una performancia en las calles de nuestro país que ella se ha dedicado a estudiar de cerca. Las nomenclaturas y los mapas de las ciudades son distintos para estas personas, ahora lo entiendo, y su interacción con el entorno requiere de habilidades únicas, talvez inconscientes, a veces cercanas a la representación. Me volteo a ver al campesino: no hay tal.





Viajando por algunos municipios del sur del departamento del Magdalena pude ver una Colombia mucho más real aunque macondiana. En Sábanas de San Ángel, donde permanecí por más de un mes trabajando, me contaban acerca del conflicto entre paras, guerrillas y ejercito por el control de la zona y como, ahora, el nivel de violencia se había reducido y unos convivían con otros en relativa armonía. ¿Cómo? La dueña de la casa donde me hospedaba, una imponente mujer conocedora de la vida de los angelinos me dijo: ‘La culpa la tienen las mujeres de Sábanas de San Ángel ¡Qué mujeres tan zorras! Los enamoraron a todos y no les dejaron de otra que hacerse amigos’. Así había sido: paras, guerrilleros y militares, matándose por años, terminaron siendo hermanos, casados y con hijos de las mujeres angelinas. Creo que era astucia de lo que hablaba la matrona cuando les llamó zorras. Esto viene a mi cabeza cuando escucho a Alejo Cárdenas, contando cómo, desde otro punto de la geografía nacional, esta vez en el Magdalena Medio –el Río, no el Departamento- las mujeres han sido agentes de cambio y socialización en el conflicto. Desde la Organización Femenina Popular ellas se han hecho a un lado de la disputa por la tierra, en una zona donde la opción era combatir o huir como producto del desplazamiento. El golpe bajo de las féminas de la OFP fue certero: por medio de un ritual entregan las llaves de sus casas a quienes deciden tomarse sus predios. Esta apuesta a la no-agresividad y a un aparente sometimiento ha dado como resultado actos menos violentos y una reflexión en lo profundo de la fibra combativa del centro del país.


City users versus ciudadanos

‘Me apropio del espacio’, pienso, ‘Soy un city user’. Barranquilla ha entrado en la moda del City Marketing. Su carnaval es ahora una insignia, patrimonio inmaterial de la humanidad según la Unesco y ha sido la punta de lanza para que otras celebraciones nacionales quieran bailar al ritmo del capital simbólico. Paolo Vignolo, estudioso de esta materia, nos pone a reflexionar sobre las consecuencias y posibilidades de esta afanada carrera de patrimonización en la que Colombia se ha encaramado. ‘Se trata de vender a un territorio a través de sus bienes culturales’, esgrime y al mismo tiempo nos, me, cuestiona acerca de la utilización del patrimonio cultural. ¿Qué hacemos con él? ¿Vendemos máscaras de marimondas en los aeropuertos? ¿Armamos papayera para recibir al gringo visitante? Creo, creemos, -y estoy de acuerdo contigo, Vignolo- que hacer uso de nuestro patrimonio no es clavar nuestra bandera en una carroza y saludar al pueblo moviendo los hombros: es hacer inclusión a través de estas importantes manifestaciones y generar espacios verdaderamente colectivos, construyendo acuerdos que permitan que todos nos bailemos esta fiesta. Buena esa.

Volvamos a Bogotá…

En el Parque de las Nieves me encuentro con Francisco José de Caldas, con sus largas patillas y su carita de yo no fui.

-¿Qué haces aquí? ¿Parado así, como a punto de salir corriendo? –le pregunto

No me contesta pero hay algo tan teatral en su aspecto que hace innecesaria cualquier respuesta. Desde otra óptica del City Marketing, este Francisco José de Caldas, estático, silencioso, de bronce, con papeles arrugados en sus manos, se convierte en una seña más de la ciudad, otra pista clara de su pasado y, por supuesto, en otra forma –posiblemente eficaz- de venderla. Ya me he puesto los audífonos y me enrumbo hacia La Candelaria, perdiéndome entre calles empedradas y graffitis beligerantes. Llego al Chorro de Quevedo y vuelvo a preguntar: ¿Qué haces aquí? Esta vez es un cuestionamiento autodirigido que evoca la gran pregunta de Alberto Vargas: ¿cuál es el sentido del arte en el espacio público? Y más allá: ¿Somos ciudadanos o city users?



Mi viaje -¿?- termina en Río de Janeiro. Una ciudad donde lo colonial de su arquitectura se enfrenta, como en un armonioso combate de capoeira, contra lo post-moderno, lo natural y la ocupación artística en las calles. Esos espacios han resultado irresistibles para Fabio Ferreira, quien a la cabeza del Festival de Río Escena, ha hecho de esta metrópoli un soporte para el arte contemporáneo. Los subgéneros artísticos, la transversalidad cultural y las divisiones sociales son el alimento del Festival así como la búsqueda constante del encuentro entre la expresión artística, vista como un todo, con la sociedad. ‘No es un festival de teatro o de música’, explica Ferreira, ‘es un festival de asaltos lúdicos’. ¿Asaltos lúdicos? Me ha quedado sonando esta samba: la que va al ritmo que llevo, desde mi libertad y mi visión, desde el privilegio de ser un amateur.

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